Un faro frente la intolerancia

 Por Oscar Sañudo periodista y asociado de la UPP

Publicado en el diariocantabria.publico.es el 7 de junio de 2025

Vengo intentando señalar desde esta humilde columna el avance del populismo ultra en el que el miedo al diferente, la nostalgia de un pasado idealizado y la negación de derechos fundamentales, se han colado en el debate público, erosionando la confianza y la esperanza en las políticas públicas. Algún lector me traslada su acuerdo con lo que aquí se viene diciendo, pero también me interpela, con razón, sobre las posibles soluciones. Porque la democracia no puede permitirse la indiferencia. Ceder terreno ante la intolerancia es renunciar a lo mejor de nuestra herencia: la pluralidad, la creatividad, la alegría de convivir en la diferencia. Es, también, hipotecar el futuro emocional de una sociedad que solo será verdaderamente libre si aprende a mirarse en el espejo del otro sin miedo ni prejuicio.

En tiempos en que el horizonte político y social se tiñe de un gris cada vez más espeso, cuando la bruma de la incertidumbre amenaza con sofocar los últimos destellos de esperanza, resulta imprescindible preguntarse: ¿qué nos impide deslizar, sin remedio, hacia la negrura de la involución?



En medio de este incierto crepúsculo que vivimos, donde los matices parecen desvanecerse y la tentación de la resignación acecha, necesitamos instituciones que, como faros en la tormenta, arrojen luz y nos permitan vislumbrar un camino distinto. Son esos espacios de claridad —firmes, vigilantes, generosos en su luz— los que pueden evitar que la sociedad se precipite en la oscuridad y el olvido de sus mejores conquistas. Y entre todos ellos, la universidad pública emerge como una atalaya desde la que resistir y combatir la marea de intolerancia que amenaza con anegarlo todo.

En un contexto en el que los discursos del odio han dejado de ser susurros marginales para convertirse en gritos que resuenan en plazas, parlamentos y redes sociales, la universidad pública debe ser mucho más que un lugar de transmisión de saberes: ha de ser refugio y trinchera, ágora y laboratorio de convivencia. Su carácter público es, precisamente, lo que la convierte en el espacio más temido por quienes se sitúan más lejos de ese espíritu abierto y plural. Porque la universidad pública no pertenece a una élite ni a una minoría: es patrimonio de todos, financiada por el esfuerzo colectivo y abierta a la diversidad de orígenes, ideas y trayectorias.

Hoy, más que nunca, la universidad pública debe cultivar el pensamiento crítico y la empatía, el respeto a la diferencia y la capacidad de diálogo. Debe formar a jóvenes capaces de desenmascarar los discursos de odio y de plantar cara, con argumentos y valores, a quienes pretenden levantar muros donde debería haber puentes.

Para cumplir este papel esencial, la institución debe también aprender a hablar el mismo idioma de la juventud que puebla sus aulas, a utilizar sus mismos canales y sus códigos, a transmitir con pasión y claridad la importancia de la democracia y la tolerancia. No bastará con proclamar valores: habrá que encarnarlos, vivirlos y compartirlos, dentro y fuera de los campus, para que la sociedad entera los reconozca como propios.

Así pues, si buscamos soluciones reales y plausibles para frenar la oleada de intransigencia que amenaza con arrasarlo todo, debemos mirar hacia la universidad. Fortalecerla, dotarla de recursos, proteger su autonomía y reivindicar su papel central en la formación de ciudadanos críticos y libres es, quizás, la apuesta más sensata y eficaz que podemos hacer como sociedad. Una universidad pública fuerte, abierta y comprometida, puede ser actor fundamental para reconstruir ese tapiz de convivencia democrática que hoy, más que nunca, necesita ser defendido y renovado. Contra viento y marea.

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