Por Oscar Sañudo periodista y asociado de la UPP
Publicado en el diariocantabria el 23 de mayo de 2025
Gaza es una herida abierta en la conciencia del mundo. La brutal agresión terrorista de Hamás el 7 de octubre —ese estallido de barbarie que segó vidas inocentes y sembró el terror— merece toda condena, sin matices. Pero la respuesta de Benjamín Netanyahu –que ha hecho del sufrimiento ajeno su escudo y su coartada- ha sido la de un verdugo que confunde justicia con venganza y convierte el derecho a la legítima defensa en el horror de una política de exterminio genocida, por intentar definir este holocausto de alguna manera.
Porque hablar de crímenes de guerra, de crímenes contra la humanidad y de genocidio no es una cuestión de opinión, sino de derecho internacional. El artículo II de la Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio de 1948 establece que se comete genocidio cuando se realizan actos como la matanza de miembros de un grupo nacional, étnico, racial o religioso, la lesión grave a su integridad física o mental, o el sometimiento intencionado a condiciones de existencia que conlleven su destrucción física, total o parcial, siempre que exista la intención de destruir ese grupo. Informes de Amnistía Internacional y Human Rights Watch, así como la propia investigación de la Corte Penal Internacional, documentan matanzas masivas, privación deliberada de agua, alimentos y medicinas, y ataques sistemáticos e indiscriminados sobre la población civil de Gaza.
Ante la realidad tozuda de más de 53.000 muertos, infraestructuras arrasadas, y el hambre y la sed como armas de guerra, la equidistancia es el refugio de los cobardes. La retórica vacía, el disfraz de los cómplices. Hoy, más que nunca, urge llamar a las cosas por su nombre. Lo que ocurre en Gaza es genocidio. Negarlo, relativizarlo o envolverlo en palabras huecas es traicionar la memoria, la justicia y la dignidad. Y la historia —esa implacable narradora— no olvidará quiénes callaron, quiénes justificaron, quiénes, por cálculo o por miedo, prefirieron la ignominia a la verdad.
Mientras los niños mueren bajo los escombros y el hambre se convierte en arma, en España la oposición conservadora ha ido afinando su retórica, enunciada en un principio en sentencias como “Si pides ayuda en árabe llega antes”, aberración publicada en la cuenta oficial del PP en Twitter para expandir la falsedad de que el Gobierno dedicaba más dinero a la Franja de Gaza que a los afectados por la DANA. Luego repitieron la letanía de la “legítima defensa” como si la justicia pudiera brotar del polvo y la sangre. Después, silencio. Solo ahora, y ante la alerta de la ONU sobre la posible muerte de 14.000 niños más y el aumento de presión de las instituciones europeas sobre Israel, se resitúan pidiendo que se detenga su ofensiva contra la población en Gaza, aunque Feijóo haga chistes con poca gracia en sede parlamentaria y guarde equilibrios responsabilizando a Hamás del sufrimiento de los palestinos.
Pero ellos no gobiernan. Solo hablan, que no es poca cosa para restar y confundir. Es nuestro gobierno quien debe seguir actuando y hacerlo con tanta urgencia como firmeza, porque la historia no se escribe con excusas ni con eufemismos. Se escribe —y se juzga— con hechos, con verdades que arden y no con silencios que pesan como lápidas.
Por eso alzar la voz ante el genocidio no es una opción: es el último refugio de la dignidad humana. Callar es ser cómplice, mirar a otro lado es traicionar la memoria de quienes ya no pueden gritar. Gaza nos interpela, nos sacude, nos desnuda. Que no nos encuentre del lado de los tibios, de los cómodos, de los que llegan siempre tarde. Que nos encuentre, al menos, del lado de la dignidad.
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