El pasado que se avecina


Por Oscar Sañudo periodista y asociado de la UPP

Publicado en eldiariocantabria el 30 mayo de 2025 

El clima político y social que atraviesa hoy Europa —y buena parte de Occidente— evoca, con un inquietante paralelismo, los convulsos años 30 del siglo pasado. Aunque el contexto histórico no es idéntico, los síntomas son alarmantemente familiares: desconfianza en las instituciones democráticas, discursos de odio normalizados, y el ascenso imparable de la ultraderecha, que canaliza el descontento social hacia formas autoritarias y excluyentes.

En aquella Europa los regímenes totalitarios y los movimientos fascistas supieron aprovechar magistralmente las herramientas del populismo y la propaganda para difundir sus ideales y captar el descontento social. Decayó la fe en el sistema y se generó una sensación de abandono y traición. Las élites políticas se percibían como corruptas o desconectadas. La gente buscaba respuestas claras, culpables visibles y líderes que prometieran orden, identidad y grandeza nacional. Y los encontraron a un precio devastador.

Líderes como Hitler y Mussolini utilizaron discursos simples y emocionales, identificando enemigos claros —el extranjero, el comunista, el judío— y prometiendo soluciones inmediatas a través de la unidad nacional y el rechazo al pluralismo. La propaganda, omnipresente en prensa, radio y manifestaciones públicas, convertía sus mensajes en verdades incuestionables y construía una comunidad de seguidores cohesionada por el miedo y la esperanza de redención nacional. Las democracias liberales se tambalearon ante el avance de ideologías radicales, mientras el miedo y el resentimiento alimentaban el auge de los fascismos y los regímenes autoritarios.

Hoy, el paralelismo es inquietante. Los partidos de ultraderecha y populistas han sabido crear ecosistemas mediáticos alternativos —desde webs y redes sociales hasta canales de televisión— que amplifican sus mensajes y generan una potente contranarrativa. El uso estratégico de bulos, desinformación y retórica emocional les permite movilizar a amplios sectores sociales, especialmente a quienes se sienten marginados o amenazados por los cambios económicos y culturales. Además, la retórica apocalíptica y xenófoba, el ataque a las instituciones y la simplificación de los problemas complejos son recursos habituales, igual que en los años 30, para fracturar sociedades, polarizar el debate público y debilitar los cimientos democráticos.

En nuestra vecina de arriba, Francia, la ultraderecha hace tiempo que es actor principal. En nuestro vecino de al lado, Portugal, desde antes de ayer son ya la segunda fuerza. Alemania, tradicional bastión moderado, tampoco ha escapado a la tendencia. Austria vivió un hito histórico con el Partido de la Libertad como primera fuerza política, algo impensable hace apenas una década. En Italia, el partido de Meloni, se consolidó como la fuerza dominante institucionalizando un discurso radical y excluyente desde el propio gobierno. También en Hungría, la extrema derecha ha conquistado el poder. En Rumanía, un partido ultranacionalista se ha convertido en la segunda fuerza política, reflejando el hartazgo y la ansiedad de una sociedad en busca de respuestas simples y contundentes. El fenómeno se extiende también a Países Bajos, y a Bélgica.


No son anomalías, sino parte de un fenómeno más amplio: la transformación de la democracia en un campo de batalla emocional donde gana quien grita más, no quien argumenta mejor. Que le pregunten a Trump.

Los discursos que antes nos habrían avergonzado —racistas, autoritarios, negacionistas, conspiranoicos— circulan impunemente. La violencia simbólica es moneda corriente. El enemigo está señalado: el extranjero, el intelectual, el científico, el pobre, el homosexual, el izquierdista …

Frente a este panorama, la pasividad es una forma de complicidad. No basta con denunciar el extremismo: hay que entender qué lo alimenta y combatirlo. Urge construir alternativas democráticas que no sean tecnocráticas ni elitistas, sino profundamente conectadas con los malestares reales de esa parte desengañada de la población.

Los años 30 del siglo pasado nos dejaron una lección imborrable: cuando la democracia no da respuestas, el fascismo corre a presentarse como la única solución. Y el problema no es solo que la ultraderecha avance. Es que el resto retrocede.

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