Pubicado en eldiariocantabria.publico.es 2 de mayo de 2025
Por Oscar Sañudo periodista y asociado de la U.P.P.
Dicen que la historia se repite, primero como tragedia y luego como farsa. Pero en España hemos perfeccionado el arte de fundir ambas en un mismo cortocircuito. Este lunes, un apagón eléctrico nos dejó sin luz, sin trenes y, lo más milagroso, sin tertulianos y casi sin políticos durante unos gloriosos minutos. Un apagón, sí, pero de esos que igualaban a todos ellos: a los que tienen luces largas, a los que sólo manejan cortas y a los que directamente no han encendido una bombilla en su vida.
Mientras los técnicos apagaban fuegos –metafóricos, claro, que para eso otro por desgracia sí hay costumbre y protocolo– y los gobiernos se conectaban en modo cooperativo (esa rara función que sólo se activa cuando el país se queda literalmente a oscuras), la maquinaria nacional del caos conspiranoico arrancaba pronto con su habitual chispa: que si Putin había metido mano en los enchufes, que si el pérfido Sánchez tiró del cable maestro para que no se hablara de otros asuntos, que si todo era una maniobra para que RTVE no emitiera “La familia de la tele” …
La explicación, como casi siempre, parece que acabará siendo tristemente prosaica: una avería técnica y una reacción –¡horror! – eficaz y coordinada. Hasta el presidente de Galicia, pepero y gallego a partes iguales, se permitió algo que en su partido será considerado rebeldía: reconocer públicamente que la gestión y la coordinación habían estado a la altura. Un chispazo de sensatez institucional.
Pero, ay, en este país todo se convierte en ocasión para exigir dimisiones a la velocidad de la luz (pero de la luz que no pagas tú). “¡Transparencia!” gritaban los de siempre, como si en sus ratos libres generaran energía estática frotándose contra la Constitución. Lo curioso –o más bien, lo descaradamente cínico– es que los mismos que exigían explicaciones en tiempo real sobre el apagón, guardaban un silencio tan atronador como el de un generador apagado sobre otro apagón… solo que humano, político y absolutamente negligente: la gestión de la DANA en la Comunidad Valenciana.
Ah, la DANA. Cuatro letras para condensar una tragedia con más voltios que un transformador en llamas: 228 muertos, miles de afectados y un gobierno autonómico en paradero desconocido. Porque mientras las lluvias caían con saña y las calles se convertían en canales venecianos sin góndolas ni romanticismo, ¿dónde estaba el presidente Carlos Mazón?
Sabemos que se encontraba inmerso en una comida tan privada como larga, o quizás tan pública como inapropiada, o tal vez en ese limbo institucional que llamamos “comida de trabajo con sobremesa distendida”. El lugar, de nombre inmejorablemente literario: El Ventorro, digno de aparecer en un episodio de Cuéntame con la voz en off de Herminia. A su lado estaba una periodista a la que pretendía “enchufar” y, se intuye, con una conversación de alto voltaje. Lo que está claro es que no estaba donde debía: en la reunión de emergencia. Se ve que los postres tenían más prioridad que la ciudadanía.
Eso sí, en días siguientes, reapareció ante los medios, con su chaleco de emergencia y con ese aire solemne de quien ha sobrevivido a una tarta de almendra fue en inicio tibio para poco a poco, empezar a lanzar culpas al cielo, a Madrid, a la atmósfera y al karma. Pero de autocrítica, nada. Ni de cambio climático. Ni de urbanismo inadecuado. Su manual de crisis sufre un apagón a la hora de confundir la estrategia del esperar a que escampe con el echarle la culpa a otro y con la provocación, trayéndose a todo el PP europeo a hacerle “peinetas” a los familiares de los muertos.
Por eso, el contraste no puede ser más luminoso –y aquí sí hay luz–. Frente a la gestión del Gobierno de España ante un incidente resuelto con rapidez y sin demasiadas interferencias, tenemos la deslumbrante incomparecencia del PP valenciano que logró lo impensable: dejar sin luz moral y sin liderazgo a toda una comunidad autónoma en mitad de una catástrofe que se llevó por delante la vida de más de dos centenares de personas.
Así que, sí, hubo un apagón en España. Por la complejidad del asunto parece que tardaremos aún en saber exactamente qué ocurrió. Pero lo que sabíamos desde el principio de esta nueva crisis es quién estaba al mando, qué se estaba haciendo y cómo y cuándo se nos iba a informar (¿quizás cuándo se supiera qué decir?). Frente a eso, tenemos otro tipo de apagón: el que deja a oscuras la responsabilidad política, el que funde la dignidad institucional y el que convierte la rendición de cuentas en una sobremesa eterna en El Ventorro.
¿La avería puntual de una red eléctrica o el apagón estructural de un gobierno que ni siquiera sabe dónde está el interruptor? Usted elige, lector o lectora. Pero no olvide que, cuando más lo necesitemos, algunos volverán a estar fuera de cobertura… o reservando mesa para dos.
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