EL COMPLEJO DE REINA DE CORAZONES, O PARA QUÉ SIRVE EL DERECHO PENAL

 Por Paz de la Cuesta Aguado (Catedrática de Derecho Penal y asociada de la U.P.P.)

Publicado en Argumentos Progresistas 


El uso de la fuerza por parte del Estado contra las personas, en los sistemas democráticos, es el objeto de la ley penal, que designa qué conductas merecen ser sancionadas con la privación de derechos fundamentales impuesta de forma coactiva. Todas las personas estamos sometidas a la ley penal, por lo que todas las personas podríamos, eventualmente, ser calificadas como delincuentes, aunque, en nuestra opinión, la conducta no infrinja ninguna ley ética. Si esto es así, resulta necesario limitar al máximo el poder punitivo del Estado, en contra de algunas tendencias que se suelen denominar “populismos punitivos”


Vivimos, sin duda alguna, unos tiempos sorprendentes e intensos. Basta leer los periódicos para que la sorpresa inunde la cotidianidad; basta leer o escuchar a cualquier medio de comunicación, para que los bulos y exageraciones alteren el espíritu y despierten la más bienintencionada (o no) indignación. Indignación provocada de forma intencionada (o no), que despierta lo que podría parecer una especie de complejo de reina de corazones que se resuelve gritando “qué les corten la cabeza”. Y, con ello, a reclamar, una y otra vez, más intervención penal y mayores penas.


Sin poner en duda la sanidad del juicio de nadie, lo cierto es que nadie, en su sano juicio y con un mínimo de conocimiento, puede pensar realmente que la pena de prisión (o privación de libertad en un centro penitenciario) es algo así como unas cómodas vacaciones. Cierto que no es extraño oír algún exabrupto sobre ello de vez en cuando, pero, como tantos bulos que nos rodean, mejor no hacerle ni caso.



El recurso al Derecho penal se suele fundamentar, a menudo, en el argumento de que es necesario “castigar a los malos”. Es verdad que tan simple afirmación puede ser muy fácilmente entendida y que, además, puede, incluso, recordarle a alguien –lamentablemente– su niñez; niñez, por cierto, que, en muchos casos, reproducía la ideología impuesta por una “paternal” dictadura que tenía clarísimo quiénes eran los “malos”. Los tiempos, afortunadamente, han cambiado y eso de castigar –con sus reminiscencias religiosas– a los “malos” –vayan a saber Uds. quiénes son– parece adecuarse poco a una sociedad que aspira a que la racionalidad rija su destino y a que las personas no sean descalificadas por su ideología.


Lo cierto, sin embargo, es que periódicamente sectores sociales diversos reclaman, de una u otra manera, la intervención penal, el incremento de las penas y –de momento solo en el ámbito internacional– la aniquilación de los derechos humanos de las personas designadas como delincuentes. Noticias sobre cárceles en territorios extranjeros (EEUU, Italia); condiciones inhumanas de cumplimiento (El Salvador, etc.), privaciones preventivas de libertad por razones no delictivas (por querer dar a luz en casa, por ser inmigrante, etc.), conviven con presiones para incrementar las penas por los delitos más diversos que son reproducidas en los medios de comunicación en España (usurpación ocupación; corrupción y un larguísimo etcétera). Sin embargo, en escasísimas ocasiones estas noticias o exigencias van acompañadas de argumentos que justifiquen la intervención penal, más allá de una justísima indignación. Ahora bien, una sociedad razonablemente democrática, antes de optar por una mayor presión penal, no puede evitar responder a una pregunta clave: ¿para qué sirve el Derecho penal? Pues solo la respuesta a esta pregunta puede justificar la reclamada intervención punitiva.


La Constitución Española de 1978, en su art. 25.2 afirma taxativamente que “las penas privativas de libertad y las medidas de seguridad estarán orientadas hacia la reeducación y reinserción social”. Lamentablemente, la realidad nos ha obligado a reconocer que la estancia en prisión no reinserta a (casi) nadie y el respeto a los derechos humanos obliga a reconocer que ningún Estado democrático (los otros tampoco) debe “reeducar” a personas adultas. Por el contrario, la realidad también muestra que una condena penal y, sobre todo, el ingreso en prisión estigmatiza y dificulta la plena integración en la sociedad –todo lo contrario, por cierto, a reinsertar–.


Sobre la calificación de “malos” a quienes son condenados, se podrían decir muchas cosas, entre otras que los conductores deben ser malísimos, porque según las últimas estadísticas de condenados publicadas por el INE –correspondientes al 2023–, los delitos que más condenas merecieron (24,6% del total) fueron los delitos contra la seguridad vial [1] (y no voy a pedir que levante la mano quien nunca haya infringido las normas de tráfico). Ese mismo año, el 92,8% de las personas internas en centros penitenciarios en España eran hombres y los delitos con más condenados internos en centros penitenciarios lo eran por delitos contra la propiedad (hurtos y robos, básicamente) y delitos contra la salud pública (tráfico de drogas). Si tenemos en cuenta que la mayoría de quienes hurtan, roban y trafican con drogas, a su vez, son personas de sectores sociales marginales, con escasa formación y menores posibilidades laborales, podríamos sacar alguna conclusión sobre a quién considera nuestro sistema penal “malos”; pero mejor es no precipitarse… ni olvidarse del alto número de delitos que no son detectados por el sistema de Justicia penal.

Por otro lado, el Derecho penal que adopta una sociedad es un reflejo de ella, de sus valores, pero también de sus equilibrios de poder; y quienes detentan el poder suelen pretender imponer o proteger sus intereses, utilizando, incluso, la ley penal. De ahí la importancia, entre otras razones, de mantener nuestro sistema democrático en el que la ley penal es aprobada por quienes representan a la ciudadanía, y por tanto, responde a los intereses de las mayorías políticamente conformadas y no exclusivamente a los intereses de las minorías más poderosas.


Más aún, el Derecho penal –se suele afirmar– garantiza el orden social porque sustituye a la venganza privada. Cuando una persona padece un mal constitutivo de delito ya no puede, como sucedía en otros momentos históricos, responder utilizando la fuerza, sino que ha cedido esa respuesta (venganza) al Estado que racionaliza la reacción social frente al delito mediante la Justicia penal. La asunción por parte del Estado en exclusiva del ejercicio de la fuerza para responder al delito ha coadyuvado –junto a otros factores, como es fundamentalmente, la menor desigualdad social– a reducir la violencia en las sociedades democráticas y en los Estados avanzados.


El Estado se convierte, entonces, en el legítimo detentador de la fuerza; en el único actor que puede utilizar la violencia contra una persona de forma legítima, lo que sin duda, tiene efectos positivos para la sociedad, porque la respuesta frente al delito deberá ser consecuencia de un juicio racional. Así, las sociedades actuales constituidas en Estados no-fallidos, ya sean democráticos o autoritarios, ceden al Estado el uso de la fuerza contra la ciudadanía y, una vez que lo han hecho, es aquel quien decide cuándo, cuánto y cómo lo usa.


Si es el Estado el que detenta el uso de fuerza ¿para qué se necesita el Derecho penal? La respuesta fácil de los reinas de corazones será para castigar/sancionar a quien ha cometido un delito; sin embargo, lo cierto es el Estado es quien decide qué es delito y, además, puede castigar sin que medie ninguna norma jurídica, puesto que ya tiene en su poder todos los instrumentos para hacerlo. Y si no, recuerden a los desaparecidos de las dictaduras –que no necesitaron ninguna ley penal para imponer penas gravísimas–. El Estado dictatorial no necesita ninguna ley para liquidar a las personas disidentes, o, simplemente, a quien quiera.


Para sancionar “delitos”, para “castigar a los malos”, para mantener el “orden social”, no se necesita el Derecho penal, solo se necesita que el Estado tenga fuerza suficiente para hacerlo. El Derecho penal se necesita para lo contrario: para que el Estado no utilice la fuerza contra las personas de forma arbitraria, excesiva y en pro de los intereses de quienes ostentan el poder.


De hecho, si lo piensan bien, probablemente esta la más importante función del Derecho penal (que no la única); es para esto para lo que realmente sirve: para limitar el uso de la fuerza por parte del Estado, puesto que, si se respeta la ley –algo esencial en las sociedades democráticas– el Estado solo puede utilizar la fuerza en la medida en que la ley penal le habilite para sancionar delitos y únicamente en la medida y forma que determine la ley penal. Luego el Derecho penal es, esencialmente, una garantía para las personas frente al enorme poder del Estado. Y aunque esto es así en general, lo es de forma especialmente significativa en los Estados democráticos que respetan la división de poderes –porque los otros, cuando quieran, podrán prescindir del Derecho penal y aplicar su santa voluntad.


Y si esto es así, convendría que fuéramos muy prudentes autorizando al Estado a utilizar la fuerza contra las personas; convendría que fuéramos muy prudentes a la hora de definir lo que es delito y con qué penas se sanciona. No vaya a ser que también a quien lee estas líneas le sea aplicable, en algún momento, alguna ley penal.


https://www.ine.es/dyngs/Prensa/es/ECAECM2023.htm ↑



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